LUISA Y ARMANDO
Había una vez una pareja de enamorados.
Se conocieron por internet en uno de esos
sitios para buscar pareja.
Y los dos buscaban pareja. O sea que se encontraron.
Ya pasaron como diez meses del primer contacto
y… no se conocían personalmente.
Bueno… un poco sí porque se mandaron las fotos
por el correo electrónico. Además se
contaron muchas cosas de ellos, aunque no todas. Y se contaron la verdad, doy fe de ello porque
los conocí.
Todas sus cartas eran dignas de elogio, visto
desde afuera demostraban comprensión mutua a las preocupaciones de la vida de
cada uno por parte del otro.
Luego se hablaron por teléfono y sus voces y
modulaciones se gustaron mutuamente.
La ansiedad del uno hacia el otro se
incentivó.
Fue como iniciar una carrera hacia el
acercamiento.
Por tanto, el tiempo de conocerse a través de
la distancia fue cumplido y llegó el tiempo de verse en persona.
Se citaron en un café del centro y se tomaron
su tiempo para ir bien presentados. La
ocasión lo merecía y la pareja también.
Acordaron que el primero que llegara le daría su
nombre al mozo así el segundo en llegar se lo preguntaría y el mozo indicaba la
mesa sin que hubiera lugar a confusión.
Este trámite resultó exitoso sólo que él, cuando
se fue acercando a la mesa señalada, no lograba concebir lo que estaba viendo. Pero siguió y al llegar preguntó: ¿Luisa?
Ella, girando su cabeza quedó tan sorprendida
como antes él: ¿Armando?
Las lágrimas brotaron sin cesar de los ojos de
ambos.
Si habían sembrado esperanzas y desesperanzas
durante estos diez meses, ahora estaban cosechando sólo esperanzas.
Se abrazaron y acariciaron por mucho rato y
sin decirse palabra alguna. Para qué
hacerlo si ya se habían dicho tantas.
Ahora estaban hablando sus ojos.
Al fin, llamaron al mozo y le pidieron una
merienda. También que retirara las
sillas que daban a la mesa.
Y enfrentando sus sillas de ruedas no dejaron
de mirarse a los ojos y tomarse las manos.
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