domingo, 12 de febrero de 2017

ANDREA DE LA CROIX
                                                 
La vengo a visitar.
Me invitó a su casa.
Es que nos conocemos hace algunos años.  Y somos amigos.
Pero amigos-amigos.
También me gusta algo más que como amiga.  Se lo dije varias veces.
No agarró.
Creo que, como algunas mujeres, busca a un tipo que tenga guita para llevarla a pasear y a boliches de onda a tomar un café.  También, si se da mucho mejor, que tenga auto así la lleva de un lado para el otro a donde a ella se le cante.
Pero yo no.  No tengo auto y no tengo guita.
También no me gusta que me usen como siervito.  Por lo menos mientras me de cuenta.
Busco a una mujer con mayúscula.  Una mujer que me ame a mí y no a mi guita.
Una mujer con la que nos miremos por enésima  vez en el día y lagrimeemos de emoción.  Sólo de vernos.
Pero, bueno, no se da todas las veces.  En fin…
El caso es que además de estas divergencias tenemos nuestras convergencias.
Una de ellas es la de reunirnos de vez en cuando para tomar unos mates o para comer alguna cosita como de cena.  Yo llevo el vino.
En nuestras convergencias charlamos de todos los bueyes perdidos que tenemos por la inmensa pampa de nuestras vidasPor lo menos de los que nos acordamos en ese momento.
De más está decir que hago la oportunidad oportuna (valga la redundancia) para ensalzar alguna de sus cualidades.  Las cualidades que se ven a la vista (valga la redundancia, de nuevo) y las que podrían estar ocultas y que, aunque no las tenga, es bueno decírselas siempre a toda mujer.  En todo caso para ver si afloja alguna vez.  En un descuido, claro.
Yo insisto.  De hecho, incentivado por el incremento térmico de mi masa corporal producto del momento que transcurro.  Andrea se lo merece.
Ya en las postrimerías de mi estancia en su tan grata compañía nos apropicuamos a la puerta de calle descendiendo por la escalera.  Su depto es un cubículo vertical: entrada, un minúsculo recibidos y la escalera hacia arriba en la planta baja; cocina con comedor, living y baño en el primer piso; dormitorio en el segundo piso y una estancia para estudio o taller en el tercer piso.  Todos los ambientes dando a un amplio ventanal orientado a la calle.
Bajando la escalera, como digo, me detengo.  Voy yo delante.  Me detengo y ella queda detrás de mí.  Giro y la enfrento.  La miro a los ojos.  Ahí estamos a la misma altura porque el escalón de diferencia salva nuestra diferencia física.  Física de altura, claro.  Y yo me detengo, justamente, por las otras diferencias físicas, claro.
Y mirándola a los ojos como digo, comienzo a recorrer con mis dedos su rostro.
Paso mis dedos por sus cejas, su frente, bajo a sus mejillas, me voy a sus orejas, subo a sus cabellos y acerco mis labios a los suyos.
Sólo un piquito le doy.  No me responde.  No espero que me responda porque enseguida apoyo mi mejilla a la suya para sentir su piel.
Se deja hacer.
Es ahora con los labios con los cuales recorro su cabeza.  Beso los párpados de sus ojos con parsimonia, subo a su frente y, más allá, a sus cabellos.  Luego los pabellones de sus orejas y vuelvo a la cara.  Otra vez sus ojos, su nariz, bajo a su mentón y, por fin, a sus labios.
Digo “por fin” como un corolario de todo el flirteo.  Como si a través de nuestras bocas pudiéramos transmitirnos todo.  Todo-todo.  Todo lo que cada uno siente dentro de sí para con el otro.
Nada dice en todo este tiempo.  Pero habla al final.
Sí, habla al final.  Sus labios se abren y apoyan en los míos.
Sus brazos abrazan mi cuello.  Las palmas de mis manos se apoyan en su espalda y traigo su pecho contra mi pecho, suave pero firmemente.
No se ni nunca sabré cuanto tiempo dura este beso.  En verdad, no me importa.
Sé que comienzan a rodar por mis mejillas un torrente de lágrimas.  Mojo también su cara.
Me doy cuenta de toda la emoción contenida dentro de mí durante tanto tiempo.  Tanto tiempo deseando este momento.  Me doy cuenta que esto es… que esto es…
Ella también.
Ella también llora.
Ambos iniciamos en el otro el reconocimiento de los lugares donde guardamos nuestros instintos.
Ahora ella me vuelve a besar.  Imbrica sus dedos en mis cabellos.  Palpa mi cara, mi cuello, mis hombros.  Me mira y remira a los ojos.  Me besa y rebesa los labios.
En tanto, mis manos se deslizan debajo de su camisa y rodean sus pechos.  Una piel tan suave…  Alzo su camisa y alzo mi camisa.  Siento la suavidad de sus pechos sobre mi pecho.  Siento la turgencia de sus pezones en mi pecho.
Navegando mis manos sobre su vientre destrabo el cierre de su pantalón y apoyando mis manos a cada costado de su cintura lo deslizo hacia abajo junto con su bombacha.
Ella hace otro tanto con mi pantalón y mis calzoncillos.
Nos volvemos a mirar a los ojos.
Apretando nuestros cuerpos con un abrazo infinito apoyamos nuestras manos en los hombros del otro.
Los labios vuelven a juntarse y a jugar en besos pequeños y muy húmedos.  Los dientes mordisquean con dulzura los labios.
La ansiedad mutua crece.
Los instintos se buscan… se rozan… se enfrentan… se besan…
Se escapan.
La ansiedad mutua crece.
Y otra vez se buscan… se rozan… se enfrentan… se besan…
se besan
                              se besan
                                                          se besan
Nos volvemos a mirar a los ojos y estallamos en la convulsión de vida y el jadeo de gozo esperado, tal vez hace…

Quedamos en la escalera, sentados, abrazados
                                                                                                                                desde aquella vez
porque con mi pañuelo sequé nuestras lágrimas.  Me acomodé la ropa y le ayudé a acomodar la suya.  Nos dimos un piquito y me fui.

Nos reunimos de vez en cuando para tomar unos mates o para comer alguna cosita como de cena.  Yo llevo el vino.
Porque somos amigos.  Amigos-amigos.
Es que ella es una mujer que necesita un hombre que tenga dinero para llevarla a boliches de onda a tomar un café y esas cosas.  Es que ella es una “mujer de mundo”, que se dice.
Y yo… yo… yo no.

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