domingo, 12 de febrero de 2017

ANDREA DE LA CROIX ET MOI
                                          
No pasó mucho tiempo.
No.
Tal vez no me lo pareció.  Por eso de que lo ocurrido fue sólo como una isla en mi vida.  Algo así como que no le di trascendencia para que resultara una esperanza.
Creo que ni aún una utopía.
Sin embargo resultó más impensable que una utopía.
Digo que estoy hablando de Andrea y yo.
Como siempre que nos reunimos de vez en cuando para parlotear decidimos en esta ocasión ir a un boliche a comer pizza con cerveza.
—Tengo antojo de anchoas —le digo.
—Bueno, hacemos mitad y mitad de muzzarellame responde.
—…y con cerveza de la buena —continúo.
Seguro —cierra.
Volvemos a hablar de todo.  De todo lo que se nos viene a la cabeza.  La cerveza también se nos viene a la cabeza.  La falta de costumbre, claro.
Aún así, noto que Andrea me mira.  Mejor dicho, me observa bastante seguido.  Es decir que mantiene su mirada sobre mí.  Juraria que tiene algo por decirme.  Pero no se lo hago notar.
Me quedo con la intriga o, en realidad, yo no se lo hago notar porque no tengo ninguna intriga y sé como qué cosa ella quiere decirme aunque yo no lo evidencie concientemente  ¿Traición o complicidad de mi subconsciente?
Tal vez sí tiene algo pero aún no lo maduró para compartirlo conmigo.  Puede ser una pena de amor y eso no se condice con la prosaicidad de la pizza y la cerveza.
Entre anchoas, muzzarella y cerveza discurrimos mucho.  Discurrimos los tres: Andrea, yo y la cerveza.
Como a las once de la noche salimos del boliche y pateamos una cuadras hablando de los frutos del bosque, del limón, del sambayón y del tamaño del helado que nos vamos a comer como postre.
Esta charla no me resulta brillante.  Noto algo nerviosa a Andrea.
Quiere un vasito pequeño de helado.  Me gusta mucho el helado pero también tomo un vaso pequeño para acomodar los tiempos al comerlo y porque la cena, en verdad, resultó abundante. 
Nos sentamos a una de las mesitas que hay en la veredaMe mira de vez en cuando como para cerciorarse de que no me voy, como de que no me escapo.
No hablamos casi: —Está rico, está bueno… —y no más.
Decidimos seguir andando.  Luego de beber un poco de agua fría del surtidor enfilamos hacia la esquina.
No llegamos.
Vamos tomados del brazo, en silencio.  Un silencio similar al del momento anterior.
Corre un paso adelante mío, gira, me enfrenta, me abraza y empieza a llorar desconsoladamente.
—Carajo, está embarazadame digo.
Enseguida cambio de opinión habida cuenta que pasó su edad de procrear.
¿Entonces qué?
Abrazándola, apoyo mis manos en su espalda.  Espero hasta que agote o, por lo menos, disminuya su stock de lágrimas y pueda explicarme qué le ocurre.
Una vez mojada copiosamente mi remera blanca Lacoste recién estrenada (regalo de hace unos años que se me ocurrió usar esta vez) me mira a los ojos y me dice: —te amo.
—¡Cáspita! —pienso (mentira, pensé otra cosa).
No sé de dónde viene ni hasta adonde quiere llegar.  Dejo que siga.
—¿Te acordás aquella vez que hicimos el amor en la escalera de casa? —sigue.
—Sssí —tartamudeo.
—No dejé de pensar en vos, me gustás mucho —dice.
—Ah —balbuceo.
Cada día te me venís a la cabeza —continúa.
Vuelve a apoyar su cabeza sobre mi pecho.
No sé que pensar.  La cabeza no ayuda.  Tengo un revoltijo de neuronas como una bolsa de gatos.
Me rodea el cuello con sus brazos y nos besamos.  Allí en la esquina del barrio.  Bueno, es la medianoche.
—Seguimos hablando en casa —termina.
Se aparta, me toma la mano y tira para hacerme caminar.  Pero me acerca a ella con su brazo en mi cintura.
No habla por el resto del camino.  Yo tampoco.  Evito quebrar su éxtasis.
¿Y el mío?  mmm…
El silencio de la noche, el suyo y el mío conjugan.
—Es cerca, llegamos enseguida —musita.
—Sí, lo pienso, pero no le contesto.
Este pequeño tiempo es lo eterno para relajar mis pobres neuronas extenuadas sólo de tanto pretender pensar.
Trámite de abrir la puerta, subir las escaleras…
Estas escaleras…
Ella también lo recuerda.  Va delante.  Se detiene, gira y quedamos a la misma altura.  Porque la diferencia del escalón salva nuestra diferencia de estatura.  Me enfrenta, me abraza el cuello y nos besamos.
La veo distinta, más tranquila.  Ha largado lo que tenía dentro.
Sus ojos están exultantes.
Te amo —repite.
Se me está anudando el garguero.
Apenas puedo decir: —¿Sabes?  Yo también te amo, Andrea, pero… pero no soy un tipo de guita.  Soy un rata.
—Yo te amo —dice mirándome fijamente a los ojos—, así como sos, con todas las cosas que tenés adentro tuyo.
Me da tal angustia por toda la emoción contenida que estallo en llanto más desconsolado que el de ella.  Es que va a dejar de ser mi amiga-amiga.
No sé cuanto me dura.
Me saco la remera blanca Lacoste recién estrenada y seco sus ojos y sueno su nariz.  Hago lo  mismo conmigo.

Quedamos en la escalera, sentados, abrazados
desde
aquella vez.


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