LA MUJER
-¿Y
viene mamá?
-No mi
amor, mamá no vendrá. Vos quedate
jugando mientras papá va a trabajar.
Enseguida regreso.
-Dame un
besito papá.
Su mamá se fue de la casa. El padre, férreamente, guarda las formas del
cariño hacia su hija y la pulcritud del entorno.
Licina se arrellanó sobre la alfombra del
living y comenzó a sacar sus juguetes desde una caja en forma de cubo con
rueditas y con números pintados en cada una de sus caras semejando un gran
dado. En tanto gira desde el cubo
hacia la alfombra y al volver agita graciosamente las dos colitas de su pelo
rubio. Se detiene más tiempo al recoger
muñecas que al recoger otros objetos.
Sin dudas, la forma humana le transmite más apropiación. De vez en cuando pronuncia el nombre de una
de sus muñecas. Una vez vaciada la caja
la cubre con su tapa y va sentando en su borde a las muñecas luego de darles un
beso y acomodarles el pelo y el vestido.
El living es un ambiente con amplio ventanal
que deja entrar una buena cantidad de luz desde el jardín del fondo de la
casa. El piso de madera, en parquet,
tiene al centro una alfombre y sobre ella se ubica la mesa y las cuatro sillas,
todo en madera de algarrobo. Sus paredes
blancas permiten resaltar los escasos adornos:
algunos pequeños cuadros dispuestos en serie, un plato decorado, la foto
de Licina cuando cumplió dos años junto a su mamá y su papá enmarcada en madera
pintada en dorado, una lámina de “Amistad” de Picasso también enmarcado.
Desde el techo se descuelga un par de lámparas
minimalistas negras y de formas geométricas.
Dos sillones con tapizados en cuerina color tiza ocupan buena parte del
espacio. Hacia la otra pared se apoya un
mueble bajo con tres puertas y tres cajones.
Sobre él hay varios portarretratos con fotos familiares, un florero con
flores frescas (las mismas que se ven en el jardín a través del ventanal), una
pila de papeles sueltos (el de arriba es la factura de electricidad). La superficie está brillante.
Una mesa ratona con tapa de vidrio sostiene
una radio de regular tamaño; resalta un botón verde, tal vez por la ausencia de
tres de sus perillas que habrán sido juego de la pequeña Licina. Desde sus dos parlantes la voz de Rod Stewart
invade cada rincón del living.
Licina sigue con su juego. En un momento dirige la mirada hacia el vano
en donde ubica la escalera que lleva al sótano.
Va hacia allí y tomando la muñeca con su mano izquierda se apoya en el
pasamanos con la mano derecha y fijando la vista sobre cada peldaño desciende
con cautela hasta quedar frente a la puerta de entrada.
Detrás de ésa puerta del sótano se desarrolla
otra parte del drama.
El hombre sigue cavando el piso, febril y
maquinalmente. A un costado de la fosa
se levanta el montículo de tierra que ya sacó.
Al otro costado, una bolsa negra y grande como para albergar un cuerpo
humano deja escapar el hilo de un líquido rojo que se desliza por entre los
ladrillos que cubren el piso y cae al mismo pozo.
-…un
poco más… un poco más…
El hombre, sudoroso por el esfuerzo, apoya la
pala en su pierna y desabrocha otro botón de su camisa.
Toma un respiro a su labor y recorre el
ámbito.
El lúgubre sótano, apenas iluminado con la luz
de la lámpara de querosén es, en sí mismo, una tumba. Sus paredes de ladrillos están descarnadas y
húmedas y sus rincones del techo con telarañas de hace años, muchos años…
-Basta,
ya es suficiente, masculla y clava la pala sobre el montículo de tierra
húmeda. Respirando hondo y agachándose
sobre la bolsa negra la toma desde un extremo y la desliza hacia la fosa. Hace lo propio tomando la bolsa desde su otro
extremo. Debe estar en línea a la fosa
para asegurarse que, al caer, quede totalmente extendida sobre el fondo.
Repite la operación con cuidado acercando la
bolsa aún más al borde.
Por fin se tira de espaldas al suelo
flexionando sus piernas y apoyando sus pies sobre la bolsa en cada extremo para
que caiga toda a la vez.
Va empujando despaciosa y alternativamente con
cada pierna. Sus ojos se le irritan y
lagrimean, su garganta se le va secando con el humo y el olor acre de la lámpara
que al ir consumiendo el querosén también va quemando el trapo de la mecha.
Ya siente que la bolsa comienza a flotar en el
vacío… cada vez más… cada vez más…
Toc… Toc… Toc…
Si el esfuerzo descomunal de cavar, extraño a
su cuerpo, hizo agitar sus pulmones hasta lo imposible y la emoción de lo
ilícito de su trámite hizo palpitar su corazón a ritmos alocados, el llamado a
la puerta del sótano paralizó la vida del hombre.
No oyó más su respiración, no oyó más el
latido de su corazón.
Sólo sus ojos se abrieron desmesuradamente.
Solo atinó a pensar -¿Quién…? ¿Cómo…?
¿Por qué justo ahora…?
Toc… Toc… Toc…
-¿Papi,
estás ahí?
-Sí mi
amor, ya voy.
El sonido metálico del pasador dio lugar a la
puerta abierta y paso a la niña que siguió bajando los tres peldaños restantes
de la escalera hasta llegar al sobrio cuarto donde Pablo la recibió alzándola y
besuqueándola.
Queda poco espacio para andar por el
cuarto. Está circundado de estanterías
atestadas con libros y apenas queda lugar para una rejilla con extractor para la
ventilación a través de un tubo que desemboca en una torreta en el jardín del
fondo. El piso es de baldosas cerámicas
y un cómodo sillón giratorio frente a la mesa de tareas permite cumplir con su
trabajo durante largas horas, otra mesa más pequeña alberga un equipo
computador y desde el techo baja una pantalla regulable sobre la mesa de
tareas. Un pequeño florero con jazmines
sobre un estante de la biblioteca, delante de los libros, inspira al espíritu
de Pablo.
-¡Ay,
papi, me hacés cosquillas con tu barba! Tengo
hambre papi ¿Me hacés la lecha? ¿Me hacés panqueques, papi?
-Sí mi
amor. Papi te va a hacer panqueques y tu
leche.
Subiendo la escalera con Licina en sus brazos,
dejó sobre la mesa su tarea tan dulcemente interrumpida: papeles manuscritos
por doquier, su vaso con agua a medio consumir, su lapicera…
Es algo quisquilloso con sus lapiceras, desdeña
las muy elegantes que le regalan como símbolo de su profesión de novelista y prefiere
las sencillas (los bolígrafos comunes) pero eso sí, siempre con tinta de color
azul. Las consume bastante, claro. Y por aquí o por allá, sobre la mesa, algún
capuchón de ellas. Cuando acaba las
lapiceras echa los cuerpos al cesto, casi con enojo, como si tuvieran que durar
toda la eternidad.
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